En el Sinaí el recuerdo de santa Catalina casi ha eclipsado el de Moisés, y el antiquísimo monasterio ortodoxo de esta región que lleva el nombre de la santa, cuyas reliquias se veneran allí.
Nada de ello es obstáculo para que Catalina no haya existido jamás, o al menos eso dicen los sabios hagiógrafos, que atribuyen su historia a un tardío relato de fines edificantes.
Es posible, no hay pruebas históricas de que existiera nuestra Catalina, pero es una de las santas que más hondo ha calado en la sensibilidad religiosa de Oriente y de Occidente. En su vida, popularizada por ingenuos pormenores como el de la rueda en que sufrió tormento, y cuyas cuchillas acabaron hiriendo a los verdugos - la rueda Catalina que ha pasado al lenguaje moderno - hay el testimonio valiente de la verdad que culmina en el martirio, cuando el mártir se hace etimológicamente testigo.
Pero tal vez lo más atrayente del personaje, según lo describe su pasión, no es tanto la muerte a manos de infames sicarios, sino su ansiosa búsqueda de la verdad en el ambiente blando y cosmopolita, corrompido y ecléctico de la Alejandría de su época. Catalina, cuya verdad histórica se pone en duda, fue en su leyenda una apasionada e incansable buscadora de verdades.
Insatisfecha con las ideas comúnmente admitidas, fluctuantes, acomodaticias, un poco de Platón, unas gotas de panteísmo, algo de misticismo barato, los Evangelios adaptados, residuos de la enseñanza pagana, todo bien aderezado, estudia, investiga, y una vez bautizada confunde en un debate público a los teólogos a la moda y muere por lo que cree.
Si Catalina no existió, hubiera debido existir entonces y ahora, sin conformarse con la mezcla impura que casi todos dan por buena, y pagar con su vida la proclamada Verdad.
Evangelio del día
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