(† 1220). Canonizados por Sixto IV el 7 de agosto de 1481. San Berardo, sacerdote de la Orden de los Hermanos Menores, óptimo predicador y conocedor de la lengua árabe, y otros cuatro compañeros Pedro y Otón, sacerdotes, y Acursio y Adyuto, no clérigos, dieron la vida por Cristo en Marrakesch el 16 de enero de 1220.
“El bienaventurado Francisco, movido por divina inspiración, escogió a seis de sus mejores hijos y los envió a predicar la fe católica entre infieles.
Se pusieron en camino hacia España y llegaron al reino de Aragón, en donde enfermó gravemente fray Vidal, y, no logrando reponerse en su salud, dispuso que sus cinco compañeros prosiguieran la empresa. Se dirigieron a Coimbra y desde allí a Sevilla, pero antes se despojaron del hábito religioso.
Un día, confortados espiritualmente, salieron por la ciudad de Sevilla con el propósito de visitar la mezquita principal y de entrar en ella; pero los sarracenos se lo impidieron, empleando la fuerza, a gritos, empellones y golpes. Apresados, fueron conducidos al palacio de su soberano, ante quien estos varones de Dios aseguraron ser mensajeros del Rey de reyes, Cristo Jesús. Tras una exposición de las principales verdades de la fe católica y animando a sus oyentes a que se bautizaran, el rey, enfurecido por tanta osadía, mandó que fueran decapitados inmediatamente. Mas su Consejo, presente allí, sugirió al rey que suspendiera la sentencia, dejándolos ir a Marruecos, en conformidad con los deseos manifestados por ellos.
Llegados a Marruecos, sin pérdida de tiempo predicaron el Evangelio, especialmente en el zoco mayor de la ciudad. Se comunicó el hecho al Sultán, quien dispuso que fueran encarcelados sin demora. Veinte días permanecieron en prisión, sin darles alimento, ni bebidas, confortados sólo con la refección del espíritu. Acabada esta reclusión, fueron llevados a la presencia del Sultán, e, interrogados, siguieron firmes en sus decisiones anteriormente manifestadas de plena fidelidad a la religión católica. Encolerizado el Sultán, mandó que fueran azotados, y que, separados los unos de los otros en diversas cárceles, fueran sometidos a intensas torturas.
Los esbirros, una vez esposados los santos varones, atados los pies, y con sogas puestas al cuello, los arrastraron con tanta violencia, que casi se les salían las entrañas por las heridas abiertas en sus cuerpos. Sobre esas mismas heridas arrojaban aceite y vinagre hirviendo, y esparcieron por el suelo los vidrios que contenían esos líquidos para que se les clavaran al pasar por encima de ellos. Toda la noche duró este tormento, bajo la custodia de unos treinta sarracenos, quienes los flagelaron sin ninguna consideración.
A la mañana siguiente, reclamados por el Sultán, fueron trasladados semidesnudos y descalzos, mientras eran golpeados. Se repitió el interrogatorio, con idénticas respuestas, por lo que el soberano cambió de táctica, haciendo traer hermosas mujeres, a las que recluyó con ellos, mientras les increpaba: “Convertíos a nuestra religión mahometana y, en premio, os daré por esposas a estas doncellas; os colmaré de riquezas y seréis honrados por todo mi reino”.
La contestación fue unánime: “Quédate con tu dinero, con tus mujeres y con tus honras, que nosotros renunciamos a todos esos bienes pasajeros del mundo por amor a Cristo”. Otón le dice: “No tientes más a los siervos de Dios. ¿Crees que con tus promesas vas a hacer flaquear nuestra voluntad? ¿No sabes que Dios desde el cielo vela continuamente sobre nosotros? ¿Nosotros somos soldados intrépidos de Jesús, dispuestos a caer en nuestro campo de batalla antes que desertar de la Cruz de Cristo. !Nuestra sangre, derramada por una causa tan santa y noble, hará germinar nuevos cristianos!”.
El rey, al verse desairado, se encolerizó, empuñó la espada y uno a uno, de un tajo, les abrió una brecha en la cabeza; luego, con su propia mano, les clavó en la garganta tres cimitarras. Así murieron. Era el 16 de enero de 1220.
Cuando San Francisco supo la noticia del martirio de sus hermanos, agradecido al Señor exclamó: “Ahora sí puedo decir con verdad que tengo cinco hermanos menores”.
Los restos de estos hermanos mártires fueron trasladados a Coimbra y allí conquistaron para la Orden a San Antonio de Padua. Reposan en un monumento y desde entonces son objeto de la veneración de los fieles, quienes son beneficiados con abundantes milagros.
Esta expedición a Marruecos y su exitosa culminación fue el comienzo de la gloriosa carrera misional de la Orden a lo largo de los siglos, iniciada en vida del propio fundador y bajo su ardiente inspiración y mandato.
Evangelio del día
No hay comentarios:
Publicar un comentario