En los Diálogos de san Gregorio cuando se nos describe la comunidad de Subiaco reunida en torno a san Benito, aparecen estas dos figuras que son tan distintas como complementarias.
Uno es el monje serio y concienzudo, ejemplar, el otro un muchacho de corta edad muy impulsivo. «Mauro es la paz serena», dice fray Justo Pérez de Urbel, «Plácido, la alegría que canta; el uno, el hombre de la confianza del maestro, el otro, la joya de su más tierno amor.
Los dos, iguales en la generosidad de su sacrificio, descendientes de ilustres familias romanas, lo dejan todo por seguir a Cristo». La leyenda prolongará ambas vidas atribuyéndoles hechos ajenos o fantásticos. San Mauro, a pesar de lo que se creyó durante siglos, no fue quien introdujo la regla benedictina en las Galias, pero dio su nombre a la congregación francesa de Saint-Maur, famosa por su saber.
Y san Plácido no murió mártir en Sicilia. Basta para su gloria la certeza de haber sido discípulos predilectos del santo de Nursia, de uno de cuyos milagros fueron protagonistas.
Un día san Benito pidió a Plácido que le trajera agua, al cabo de un rato vio en espíritu que un niño se estaba ahogando en el lago y entonces ordenó a Mauro que fuera a salvarle; el monje así lo hizo, obedeciendo tan ciegamente que su fe le permitió andar sobre las aguas, luego el abad y Mauro porfiaron largamente atribuyéndose el uno al otro el mérito de aquel prodigio.
La regla pide a los monjes una obediencia pronta, alegre y fervorosa, lo de «hágase su voluntad» que decimos en el padrenuestro quizá maquinalmente, tomado muy en serio, y eso es lo que ilustra la anécdota de Mauro y Plácido.
Evangelio del día
No hay comentarios:
Publicar un comentario