En la liturgia romana es donde el Adviento cobra su sentido más amplio.
El primer domingo –y a diferencia del niño pobre e indefenso de la gruta de Belén– Cristo se nos presenta lleno de gloria y esplendor, de poder y majestuosidad, en compañía de sus ángeles, para juzgar a los vivos y los muertos y proclamar su Reino eterno después de los acontecimientos que precederán ese triunfo: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas” (Lc 21, 25).
“Velad, pues, orando en todo tiempo, para que podáis escapar de todo lo que va a suceder, y podáis estar firmes ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 36). Es el consejo del Salvador.
¿Cómo estar firmes frente al Hijo del hombre? Cumple que nos sonrojemos de vergüenza, como dice la Escritura. La Iglesia nos invita, así, a la penitencia y a la conversión, y el segundo domingo nos pone delante la grandiosa figura de san Juan Bautista, cuyo mensaje contribuye a realzar el carácter penitencial del Adviento.
Con la alegría de quien se siente perdonado, el tercer domingo empieza con la siguiente proclamación: “Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca”. Es la dominica “Gaudete”. Al aproximarse la llegada del Hombre-Dios, la Iglesia pide que todos los hombres conozcan la bondad del Señor. Los paramentos son color rosa.
El cuarto domingo, María, estrella de la mañana, anuncia la llegada del verdadero Sol de Justicia que iluminará a todos los hombres. ¿Quién mejor que ella podría encaminarnos a Jesús? La Santísima Virgen, nuestra dulce abogada, reconcilia a los pecadores con Dios, mitiga nuestros dolores y santifica nuestras alegrías. María es la más sublime preparación para Navidad.
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Con este tiempo de preparación la Iglesia quiere enseñarnos que la vida en este valle de lágrimas es un inmenso adviento, y que si la vivimos bien, es decir, conforme a la Ley de Dios, Jesucristo será nuestra recompensa y nos reservará en el Cielo un hermoso lugar, como está escrito: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, eso Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2, 9)
Heraldos del Evangelio
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