Ciudad del Vaticano, 15 ago 08.- Benedicto XVI ha celebrado esta mañana la Santa Misa en la parroquia de santo Tomás de Villanueva de Castelgandolfo. Al final de su homilía el Santo Padre ha manifestado que “ante el triste espectáculo de tantas falsas alegrías y de tanto dolor que inunda el mundo, debemos aprender de María a convertirnos en signos de esperanza y de consolación, debemos anunciar en nuestra vida la Resurrección de Cristo”.
El Papa ha hablado del acontecimiento “único y extraordinario” de la Asunción al cielo de María en cuerpo y alma, “señal de esperanza segura y consolación” para todos nosotros. Se trata de “la fiesta mariana más antigua”, ha subrayado el Pontífice, y una ocasión para ascender con María a las alturas del Espíritu donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, que es la santidad: “La fiesta de hoy nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No hacia un cielo hecho de ideas abstractas, o un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo. Dios es el cielo. Y Él es nuestra meta, la meta y la demora eterna de la que procedemos y a la que nos encaminamos”.
Cuando María se duerme en este mundo para despertarse en el cielo, ha explicado el Papa, ha seguido sencillamente, por última vez, al Hijo Jesús en su viaje más largo y decisivo: “Como Él, junto a Él, ha salido de este mundo para volver a la casa del Padre. Y todo esto no está lejos de nosotros como podría parecer en un primer momento, porque todos nosotros somos hijos de Dios Padre, todos somos hermanos de Jesús, y todos nosotros somos también hijos de María, Madre nuestra. Y todos estamos proyectados hacia la felicidad. Y la felicidad a la que todos tendemos es Dios, así pues, todos nosotros caminamos hacia esta felicidad, que llamamos cielo, y que es Dios”.
El Santo Padre reza a María para que nos ayude, de manera que, cada momento de nuestra existencia sea un paso en este camino hacia Dios, hacia aquella transformación que corresponde a cada ser humano y a todo el cosmos: “Aquella de la que Dios había tomado su carne y cuya alma fue atravesada por una espada, en el calvario se ha encontrado asociada primero, y de manera singular, al misterio de esta transformación, a la cual tendemos todos nosotros. También nosotros a menudo somos traspasados por las espadas de los sufrimientos de este mundo. La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la Pasión, y lo siguió también en la alegría definitiva. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su madre en la tierra, María, y en Ella toda la humanidad queda implicada en la Asunción hacia Dios”.
Se trata de una transformación que implica toda la Creación porque nacerán nuevos cielos y una tierra nueva, “en la que no habrá ni llanto, ni lamento porque la muerte no existirá”: “¡Qué gran misterio de amor se nos propone hoy a nuestra contemplación! Cristo ha vencido la muerte con la omnipotencia de su amor -porque sólo el amor es omnipotente- y este amor le ha llevado a morir por nosotros y de esta manera a vencer la muerte. ¡Sí, sólo el amor deja entrar en el reino de la vida! Y María ha entrado detrás del Hijo, asociada a Su gloria, después de haber estado asociada a Su pasión. Ha entrado con ímpetu incontenible, manteniendo abierta, después de Ella, el camino para todos nosotros”.
Y por esto hoy la invocamos: “Puerta del cielo”, Reina de los ángeles” y “Refugio de los pecadores”. Ciertamente, no son los razonamientos los que nos hacen comprender esta realidad tan sublime, ha señalado el Obispo de Roma, sino la fe sencilla, pura, genuina y el silencio de la oración que infinitamente nos supera y nos ayuda a hablar con Dios y a sentir como el Señor habla a nuestro corazón.
La fe de María -ha subrayado el Papa- nos hace vivir en esta dimensión entre finito e infinito, transformando también el sentido del tiempo: y gracias a esta fe sentimos “que nuestra vida no es absorbida por el pasado sino atraída hacia el futuro, hacia Dios, donde Cristo nos ha precedido y detrás de Él, María”.
Mirando la Asunta en el cielo comprendemos mejor que nuestra vida cotidiana, a pesar de estar marcada por pruebas y dificultades, transcurre “como un río hacia el océano divino, hacia la plenitud de la alegría y de la paz”. Comprendemos que nuestro morir no es el final, sino la entrada en la vida que no conoce la muerte. Nuestro camino hacia el ocaso de este mundo es un resurgir a la aurora del mundo nuevo, del día eterno. En este sentido, Benedicto XVI ha pedido a María que nos acompañe “en la fatiga de nuestro vivir y morir cotidiano” manteniéndonos “constantemente orientados hacia la verdadera patria de la bienaventuranza”. Por último, el Papa ha señalado que “ante el triste espectáculo de tanta falsa alegría y al mismo tiempo de tanto dolor que inunda el mundo, debemos aprender de María a convertirnos en signos de esperanza y de consolación, debemos anunciar en nuestra vida la Resurrección de Cristo”.
El Papa ha hablado del acontecimiento “único y extraordinario” de la Asunción al cielo de María en cuerpo y alma, “señal de esperanza segura y consolación” para todos nosotros. Se trata de “la fiesta mariana más antigua”, ha subrayado el Pontífice, y una ocasión para ascender con María a las alturas del Espíritu donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, que es la santidad: “La fiesta de hoy nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No hacia un cielo hecho de ideas abstractas, o un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo. Dios es el cielo. Y Él es nuestra meta, la meta y la demora eterna de la que procedemos y a la que nos encaminamos”.
Cuando María se duerme en este mundo para despertarse en el cielo, ha explicado el Papa, ha seguido sencillamente, por última vez, al Hijo Jesús en su viaje más largo y decisivo: “Como Él, junto a Él, ha salido de este mundo para volver a la casa del Padre. Y todo esto no está lejos de nosotros como podría parecer en un primer momento, porque todos nosotros somos hijos de Dios Padre, todos somos hermanos de Jesús, y todos nosotros somos también hijos de María, Madre nuestra. Y todos estamos proyectados hacia la felicidad. Y la felicidad a la que todos tendemos es Dios, así pues, todos nosotros caminamos hacia esta felicidad, que llamamos cielo, y que es Dios”.
El Santo Padre reza a María para que nos ayude, de manera que, cada momento de nuestra existencia sea un paso en este camino hacia Dios, hacia aquella transformación que corresponde a cada ser humano y a todo el cosmos: “Aquella de la que Dios había tomado su carne y cuya alma fue atravesada por una espada, en el calvario se ha encontrado asociada primero, y de manera singular, al misterio de esta transformación, a la cual tendemos todos nosotros. También nosotros a menudo somos traspasados por las espadas de los sufrimientos de este mundo. La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la Pasión, y lo siguió también en la alegría definitiva. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su madre en la tierra, María, y en Ella toda la humanidad queda implicada en la Asunción hacia Dios”.
Se trata de una transformación que implica toda la Creación porque nacerán nuevos cielos y una tierra nueva, “en la que no habrá ni llanto, ni lamento porque la muerte no existirá”: “¡Qué gran misterio de amor se nos propone hoy a nuestra contemplación! Cristo ha vencido la muerte con la omnipotencia de su amor -porque sólo el amor es omnipotente- y este amor le ha llevado a morir por nosotros y de esta manera a vencer la muerte. ¡Sí, sólo el amor deja entrar en el reino de la vida! Y María ha entrado detrás del Hijo, asociada a Su gloria, después de haber estado asociada a Su pasión. Ha entrado con ímpetu incontenible, manteniendo abierta, después de Ella, el camino para todos nosotros”.
Y por esto hoy la invocamos: “Puerta del cielo”, Reina de los ángeles” y “Refugio de los pecadores”. Ciertamente, no son los razonamientos los que nos hacen comprender esta realidad tan sublime, ha señalado el Obispo de Roma, sino la fe sencilla, pura, genuina y el silencio de la oración que infinitamente nos supera y nos ayuda a hablar con Dios y a sentir como el Señor habla a nuestro corazón.
La fe de María -ha subrayado el Papa- nos hace vivir en esta dimensión entre finito e infinito, transformando también el sentido del tiempo: y gracias a esta fe sentimos “que nuestra vida no es absorbida por el pasado sino atraída hacia el futuro, hacia Dios, donde Cristo nos ha precedido y detrás de Él, María”.
Mirando la Asunta en el cielo comprendemos mejor que nuestra vida cotidiana, a pesar de estar marcada por pruebas y dificultades, transcurre “como un río hacia el océano divino, hacia la plenitud de la alegría y de la paz”. Comprendemos que nuestro morir no es el final, sino la entrada en la vida que no conoce la muerte. Nuestro camino hacia el ocaso de este mundo es un resurgir a la aurora del mundo nuevo, del día eterno. En este sentido, Benedicto XVI ha pedido a María que nos acompañe “en la fatiga de nuestro vivir y morir cotidiano” manteniéndonos “constantemente orientados hacia la verdadera patria de la bienaventuranza”. Por último, el Papa ha señalado que “ante el triste espectáculo de tanta falsa alegría y al mismo tiempo de tanto dolor que inunda el mundo, debemos aprender de María a convertirnos en signos de esperanza y de consolación, debemos anunciar en nuestra vida la Resurrección de Cristo”.
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