Ciudad del Vaticano, 13 sep 08.- En su peregrinación a Lourdes, el Papa está por despedirse de París, donde ha presidido esta mañana la Santa Misa en la explanada de los inválidos. Ante unos doscientos mil fieles, han vibrado las palabras con las que Benedicto XVI ha concluido su homilía. Un llamamiento a huir del culto de los ídolos y a no dejar de hacer el bien: «Queridos cristianos de París y de Francia, os encomiendo a la acción poderosa del Dios de amor que ha muerto por nosotros en la Cruz y ha resucitado victoriosamente la mañana de Pascua. A todos los hombres de buena voluntad que me escuchan les repito las palabras de San Pablo: ¡Huid del culto de los ídolos y no dejéis de hacer el bien!».
«Con la inquebrantable esperanza de la presencia eterna de Dios en cada una de nuestras almas, con la alegría de saber que Cristo está con nosotros hasta el final de los tiempos, con la fuerza que el Espíritu Santo ofrece a todos aquellos y aquellas que se dejan alcanzar por él», el Papa ha recordado a san Juan Crisóstomo, en este día en que la Iglesia universal celebra a uno de sus más grandes doctores que «con su testimonio de vida y su enseñanza, mostró eficazmente a los cristianos el camino a seguir».
En su homilía, Benedicto XVI hizo una proclamación de Cristo muerto y resucitado, presente en la Eucaristía celebrada por la Iglesia que camina desde el Cenáculo. Proclamó a Cristo que nos libera de los ídolos y nos hace partícipes de su vida, y misioneros de su amor en el mundo. Cristo que nos hace libres, conscientes de la realidad de un mundo tan complejo. Cristo que es la roca sobre la cual está construida la Iglesia, comunidad de personas que tienen una vocación. Todos somos llamados, a través del bautismo, y algunos también mediante la vocación sacerdotal y religiosa.
La primera carta de San Pablo, dirigida a los Corintios –dijo el Papa-, nos hace descubrir, en este año Paulino inaugurado el pasado 28 de junio, hasta qué punto sigue siendo actual el consejo dado por el Apóstol. “No tengáis que ver con la idolatría” (1 Co 10, 14), que escribió a una comunidad muy afectada por el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del Evangelio y la observancia de las viejas prácticas heredadas de sus antepasados. Y explicó: “No tener que ver con los ídolos significaba entonces dejar de honrar a los dioses del Olimpo, dejar de ofrecerles sacrificios cruentos. Huir de los ídolos era seguir las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento, que denunciaban la tendencia del espíritu humano a hacerse falsas representaciones de Dios. Como dice el Salmo 113 a propósito de las estatuas de los ídolos, éstas no son más que ‘oro y plata, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen, narices y no huelen’ (vv. 4-5)”.
“Fuera del pueblo de Israel –prosiguió diciendo el Papa-, que había recibido la revelación del Dios único, el mundo antiguo era esclavo del culto a los ídolos. Los errores del paganismo, muy visibles en Corinto, debían ser denunciados porque eran una potente alienación y desviaban al hombre de su verdadero destino. Impedían reconocer que Cristo es el único Salvador, el único que indica al hombre el camino hacia Dios”.
Asimismo, Benedicto XVI hizo una distinción clara entre la condena de la idolatría y la evolución de la persona que se encuentra en la oscuridad. Y expresó su estima por la conciencia individual, por las elecciones hechas de la persona humana. En efecto, el Papa explicó que “San Juan Crisóstomo, observa que San Pablo condena severamente la idolatría como una “falta grave”, un “escándalo”, una verdadera “peste”. E inmediatamente añade que la condena radical de la idolatría no es en modo alguno una condena de la persona del idólatra. Porque como dijo el Papa: “Nunca hemos de confundir en nuestros juicios el pecado, que es inaceptable, y el pecador del que no podemos juzgar su estado de conciencia y que, en todo caso, siempre tiene la posibilidad de convertirse y ser perdonado. San Pablo apela a la razón de sus lectores, la razón de todo ser humano, testimonio poderoso de la presencia del Creador en la criatura: “Os hablo como a gente sensata, formaos vuestro juicio sobre lo que digo” (1 Co 10, 15). Dios, del que el Apóstol es un testigo autorizado, nunca pide al hombre que sacrifique su razón. La razón nunca está en contradicción real con la fe. El único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha creado la razón y nos da la fe, proponiendo a nuestra libertad que la reciba como un don precioso. Lo que desencamina al hombre de esta perspectiva es el culto a los ídolos, y la razón misma puede fabricar ídolos. Pidamos a Dios, pues, que nos ve y nos escucha, que nos ayude a purificarnos de todos nuestros ídolos para acceder a la verdad de nuestro ser, para acceder a la verdad de su ser infinito.
Además, el Pontífice formuló las preguntas de “¿Cómo llegar a Dios? ¿Cómo lograr encontrar o reencontrar a Aquel que el hombre busca en lo más profundo de sí mismo, hasta olvidarse frecuentemente de sí?”. Y explicó en su homilía que “San Pablo nos invita a usar no solamente nuestra razón, sino sobre todo nuestra fe para descubrirlo.
Al respecto, el Santo Padre afirmó que el pan que partimos es comunión con el Cuerpo de Cristo; el cáliz de acción de gracias que bendecimos es comunión con la Sangre de Cristo. Extraordinaria revelación que proviene de Cristo y que se nos ha transmitido por los Apóstoles y toda la Iglesia desde hace casi dos mil años: Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la noche del Jueves Santo. Quiso que su sacrificio fuera renovado de forma incruenta cada vez que un sacerdote repite las palabras de la consagración del pan y del vino. Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más humilde como en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor resucitado se ha entregado a su pueblo, llegando a ser, según la famosa expresión de San Agustín, “más íntimo en nosotros que nuestra propia intimidad”.
En su homilía, el Santo Padre, hizo además un fuerte llamamiento a los queridos ciudadanos de París y de la región parisina, así como los venidos de toda Francia y de otros países vecinos. Un llamamiento esperanzado en la fe y en la generosidad de los jóvenes que se plantean la cuestión de la vocación religiosa o sacerdotal con las siguientes palabras:
“¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo de dar la vida a Cristo! Nada sustituirá jamás el ministerio de los sacerdotes en el corazón de la Iglesia. Nada suplirá una Misa por la salvación del mundo. Queridos jóvenes o no tan jóvenes que me escucháis, no dejéis sin respuesta la llamada de Cristo. San Juan Crisóstomo, en su Tratado sobre el sacerdocio, puso de manifiesto cómo la respuesta del hombre puede ser lenta en llegar, pero es el ejemplo vivo de la acción de Dios en el corazón de una libertad humana que se deja formar por la gracia”.
Fuente: Radio Vaticano«Con la inquebrantable esperanza de la presencia eterna de Dios en cada una de nuestras almas, con la alegría de saber que Cristo está con nosotros hasta el final de los tiempos, con la fuerza que el Espíritu Santo ofrece a todos aquellos y aquellas que se dejan alcanzar por él», el Papa ha recordado a san Juan Crisóstomo, en este día en que la Iglesia universal celebra a uno de sus más grandes doctores que «con su testimonio de vida y su enseñanza, mostró eficazmente a los cristianos el camino a seguir».
En su homilía, Benedicto XVI hizo una proclamación de Cristo muerto y resucitado, presente en la Eucaristía celebrada por la Iglesia que camina desde el Cenáculo. Proclamó a Cristo que nos libera de los ídolos y nos hace partícipes de su vida, y misioneros de su amor en el mundo. Cristo que nos hace libres, conscientes de la realidad de un mundo tan complejo. Cristo que es la roca sobre la cual está construida la Iglesia, comunidad de personas que tienen una vocación. Todos somos llamados, a través del bautismo, y algunos también mediante la vocación sacerdotal y religiosa.
La primera carta de San Pablo, dirigida a los Corintios –dijo el Papa-, nos hace descubrir, en este año Paulino inaugurado el pasado 28 de junio, hasta qué punto sigue siendo actual el consejo dado por el Apóstol. “No tengáis que ver con la idolatría” (1 Co 10, 14), que escribió a una comunidad muy afectada por el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del Evangelio y la observancia de las viejas prácticas heredadas de sus antepasados. Y explicó: “No tener que ver con los ídolos significaba entonces dejar de honrar a los dioses del Olimpo, dejar de ofrecerles sacrificios cruentos. Huir de los ídolos era seguir las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento, que denunciaban la tendencia del espíritu humano a hacerse falsas representaciones de Dios. Como dice el Salmo 113 a propósito de las estatuas de los ídolos, éstas no son más que ‘oro y plata, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen, narices y no huelen’ (vv. 4-5)”.
“Fuera del pueblo de Israel –prosiguió diciendo el Papa-, que había recibido la revelación del Dios único, el mundo antiguo era esclavo del culto a los ídolos. Los errores del paganismo, muy visibles en Corinto, debían ser denunciados porque eran una potente alienación y desviaban al hombre de su verdadero destino. Impedían reconocer que Cristo es el único Salvador, el único que indica al hombre el camino hacia Dios”.
Asimismo, Benedicto XVI hizo una distinción clara entre la condena de la idolatría y la evolución de la persona que se encuentra en la oscuridad. Y expresó su estima por la conciencia individual, por las elecciones hechas de la persona humana. En efecto, el Papa explicó que “San Juan Crisóstomo, observa que San Pablo condena severamente la idolatría como una “falta grave”, un “escándalo”, una verdadera “peste”. E inmediatamente añade que la condena radical de la idolatría no es en modo alguno una condena de la persona del idólatra. Porque como dijo el Papa: “Nunca hemos de confundir en nuestros juicios el pecado, que es inaceptable, y el pecador del que no podemos juzgar su estado de conciencia y que, en todo caso, siempre tiene la posibilidad de convertirse y ser perdonado. San Pablo apela a la razón de sus lectores, la razón de todo ser humano, testimonio poderoso de la presencia del Creador en la criatura: “Os hablo como a gente sensata, formaos vuestro juicio sobre lo que digo” (1 Co 10, 15). Dios, del que el Apóstol es un testigo autorizado, nunca pide al hombre que sacrifique su razón. La razón nunca está en contradicción real con la fe. El único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha creado la razón y nos da la fe, proponiendo a nuestra libertad que la reciba como un don precioso. Lo que desencamina al hombre de esta perspectiva es el culto a los ídolos, y la razón misma puede fabricar ídolos. Pidamos a Dios, pues, que nos ve y nos escucha, que nos ayude a purificarnos de todos nuestros ídolos para acceder a la verdad de nuestro ser, para acceder a la verdad de su ser infinito.
Además, el Pontífice formuló las preguntas de “¿Cómo llegar a Dios? ¿Cómo lograr encontrar o reencontrar a Aquel que el hombre busca en lo más profundo de sí mismo, hasta olvidarse frecuentemente de sí?”. Y explicó en su homilía que “San Pablo nos invita a usar no solamente nuestra razón, sino sobre todo nuestra fe para descubrirlo.
Al respecto, el Santo Padre afirmó que el pan que partimos es comunión con el Cuerpo de Cristo; el cáliz de acción de gracias que bendecimos es comunión con la Sangre de Cristo. Extraordinaria revelación que proviene de Cristo y que se nos ha transmitido por los Apóstoles y toda la Iglesia desde hace casi dos mil años: Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la noche del Jueves Santo. Quiso que su sacrificio fuera renovado de forma incruenta cada vez que un sacerdote repite las palabras de la consagración del pan y del vino. Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más humilde como en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor resucitado se ha entregado a su pueblo, llegando a ser, según la famosa expresión de San Agustín, “más íntimo en nosotros que nuestra propia intimidad”.
En su homilía, el Santo Padre, hizo además un fuerte llamamiento a los queridos ciudadanos de París y de la región parisina, así como los venidos de toda Francia y de otros países vecinos. Un llamamiento esperanzado en la fe y en la generosidad de los jóvenes que se plantean la cuestión de la vocación religiosa o sacerdotal con las siguientes palabras:
“¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo de dar la vida a Cristo! Nada sustituirá jamás el ministerio de los sacerdotes en el corazón de la Iglesia. Nada suplirá una Misa por la salvación del mundo. Queridos jóvenes o no tan jóvenes que me escucháis, no dejéis sin respuesta la llamada de Cristo. San Juan Crisóstomo, en su Tratado sobre el sacerdocio, puso de manifiesto cómo la respuesta del hombre puede ser lenta en llegar, pero es el ejemplo vivo de la acción de Dios en el corazón de una libertad humana que se deja formar por la gracia”.
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