La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo siempre ocasiona una profunda sensación de admiración. Claro está que, en primer lugar, por la manera esplendorosa con que Nuestro Señor confirma la propia profecía a su respecto y nos da la mayor de las pruebas de nuestra Fe. "Nuestra fe sería vana" dice San Pablo (I Cor - 15, 14) si no fuese por la Resurrección.
Después de haber pasado la Cuaresma, y sobretodo el período de la Semana Santa, en la contemplación de los indecibles sufrimientos a los que quiso someterse el Divino Maestro por amor a nosotros, y terminando en su muerte trágica, es innegable sentir un gran consuelo al tomar conocimiento de que Él verdaderamente resucitó, volviendo al convivio de los hombres.
Santo Tomás de Aquino levanta una consideración sumamente atrayente a respecto de este tema (Suma Teológica - Parte III - Pregunta 57):
El Hijo de Dios habiendo asumido la naturaleza humana para nuestra salvación, ¿no habría sido más saludable para los hombres que Él conviviese siempre con nosotros en la tierra [subrayado nuestro], como Él mismo dijo a sus discípulos: "Días vendrán en que desearéis ver un solo de día del Hijo del Hombre, y no lo veréis". Por tanto, parece que no fue conveniente que Cristo haya subido al cielo.
La primera conclusión aparentemente nos consuela, pues parece que efectivamente habría sido mejor que Nuestro Señor no ascendiese al cielo, sino que se hubiese quedado con nosotros.
Entretanto, conociendo el método adoptado por Santo Tomás en sus exposiciones, ya se sabe que él levanta la duda y después concluye en el sentido opuesto a lo que aparentemente se llevaría a imaginar. Lo que, dígase de paso, revela una inteligencia muy segura de sí; además de no huir al debate y hasta a la contestación de sus tesis, ¡él mismo aún provoca argumentos contrarios a ella!
Y responde el Aquinate con su extraordinaria sagacidad intelectual:
El lugar debe tener proporción con lo que en el está. Sin embargo, Cristo, después de su resurrección, dio inicio a una vida inmortal e incorruptible, y el lugar en que habitamos es lugar de generación y corrupción, al paso que el lugar celestial es un lugar de incorrupción. Además, no era conveniente que Cristo, después de la resurrección, permaneciese en la tierra, y, sí, que subiese al cielo.
Y completa a seguir:
Se debe decir que por el hecho de Cristo haber subido al cielo nada le fue agregado en relación a la esencia de la gloria, ya sea en el cuerpo, ya sea en el alma, pero algo se le agregó en lo que dice respecto al decoro del lugar [subrayado nuestro], lo que redunda en bien de la gloria. No que su cuerpo se hubiese perfeccionado o mantenido por causa de un cuerpo celestial, sino apenas por cierto decoro [subrayado nuestro]. Lo que, en cierto sentido, tenía relación con su gloria. Y de ese decoro [subrayado nuestro] le advenía cierta alegría - no porque entonces comenzase de nuevo a gozar de aquel lugar, al subir al cielo - sino porque pasó a gozarlo de un modo diferente, como de algo que se completa.
El quid de la razón alegada por Santo Tomás a la conclusión de la necesidad de Cristo no haber permanecido en la Tierra es el decoro. A primera vista alguien podría imaginar que una simple razón de decoro por sí sola no tendría tanta importancia. ¡Nada más falso! Es el propio Santo Tomás que lo recuerda. Convenía, como de hecho convino, al Hijo de Dios, Él mismo Persona Divina, que ascendiese al cielo, porque "algo se le agregó en lo que dice respecto al decoro del lugar".
No es en otro sentido, por otra parte, que el recordado Papa Juan Pablo II insistió en recordar la necesidad del decoro en la celebración Eucarística (Encíclica Ecclesia de Eucharistia). Todo el capítulo V de este documento trata precisamente del asunto.
Como vemos, la preocupación por el decoro recordada y revitalizada por la Santa Iglesia ya formaba parte, según Santo Tomás, de los divinos anhelos de Nuestro Señor para ascender a los cielos.
Por Guy de Ridder
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